

La actual bonanza del oro, con precios que han superado los 3,500 dólares por onza, podría representar una oportunidad histórica para las economías de Latinoamérica. Sin embargo, la expansión de la minería ilegal ha mermado significativamente los beneficios potenciales de esta coyuntura.
Latinoamérica, rica en recursos naturales, enfrenta hoy una amenaza estructural que impide capitalizar los altos precios del oro: un mercado ilegal que prolifera ante la falta de regulación efectiva, alimentado por redes criminales, corrupción institucional y una escasa coordinación regional.
Oro ilegal: un fenómeno que desangra a Latinoamérica
La minería ilegal de oro se ha consolidado como una de las principales actividades ilícitas en Latinoamérica, especialmente en países como Colombia, Bolivia, Perú, Brasil y Venezuela. De acuerdo con la Coalición por la Transparencia Corporativa y la Responsabilidad Financiera (FACT), esta práctica representa el 80% de la producción aurífera en Colombia, el 50% en Bolivia, el 40% en Perú, el 30% en Brasil y casi la totalidad en Venezuela.

La situación es alarmante, ya que el valor económico de este oro ilegal alcanza cifras multimillonarias. Según FACT, en Perú se comercializa ilegalmente oro por un valor cercano a los 4,800 millones de dólares anuales, mientras que en Venezuela la cifra oscila entre 1,000 y 2,000 millones. Ecuador, aunque con menor volumen, también figura entre los países afectados, con un mercado negro que ronda los 1,000 millones de dólares.
Este comercio ilícito está en manos de una red compleja que involucra desde grupos armados ilegales y redes internacionales de contrabando hasta funcionarios corruptos y empresas que facilitan la exportación mediante documentación falsa. Tal entramado impide que los países productores obtengan ganancias justas por sus recursos naturales, al mismo tiempo que financia delitos como el narcotráfico, el lavado de dinero y la trata de personas.

Precios históricos del oro, beneficios mínimos en Latinoamérica
A pesar del contexto global favorable, marcado por la inestabilidad financiera que impulsa la demanda del oro como activo refugio, Latinoamérica ha quedado rezagada en cuanto a los beneficios derivados de este auge.
El académico Giovanni Franco Sepúlveda, director del Grupo de Planeamiento Minero (Giplamin) en la Universidad Nacional de Colombia, subraya a Bloomberg que la falta de políticas claras sobre la explotación y el valor agregado de los recursos del subsuelo ha sido determinante.

El modelo extractivo actual, basado en la exportación de materias primas en bruto, limita la capacidad de los países para generar riqueza sostenible. En lugar de procesar y transformar el oro dentro de la región, se envía a destinos como India, China o Europa, donde se refina y se convierte en productos de alto valor, como joyería o componentes tecnológicos.
En consecuencia, las economías locales apenas reciben una fracción del valor real del mineral, mientras que las industrias extranjeras se benefician del trabajo y los recursos latinoamericanos. El oro ilegal, al mezclarse con el legal mediante estrategias como permisos fraudulentos o exportaciones disfrazadas, termina distorsionando los mercados y reduciendo la competitividad de la minería formal.
Consecuencias sociales y ambientales del oro ilegal en Latinoamérica
Además de los impactos económicos, la minería ilegal de oro deja una profunda huella social y ambiental. En Colombia, por ejemplo, de las más de 94 mil hectáreas dedicadas a la explotación de oro de aluvión en 2022, el 73% se catalogaron como de explotación ilícita, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
Esta actividad genera daños severos al medioambiente debido al uso indiscriminado de mercurio y explosivos, que contaminan ríos, erosionan suelos y arrasan bosques, especialmente en la Amazonia. Más del 80% del oro extraído de esta región, compartida por ocho países y un territorio de ultramar, termina en mercados de Europa y Norteamérica, según datos de WWF.
Las comunidades locales no solo enfrentan la degradación de sus ecosistemas, sino también el incremento de problemas sociales como el trabajo infantil, la prostitución y la drogadicción.












