Hay momentos electorales que no cambian solo la política: cambian la forma en que la sociedad se imagina a sí misma. El 26 de octubre fue uno de ellos. La victoria del oficialismo no solo selló un resultado: reordenó el humor social, la conversación pública y la manera en que los argentinos procesan la crisis. Y eso, en un país emocionalmente volátil, vale más que cualquier discurso.

El dato más claro es político, pero se lee en clave social. Según los datos de Opina Argentina, tras cuatro meses de caída, Milei recupera ocho puntos de imagen positiva y reduce en siete su rechazo. Al mismo tiempo, la autoidentificación oficialista —que parecía ya estabilizada en un piso— pega un salto de nueve puntos y llega al 45%, por encima de la autoidentificación opositora. No es un giro dramático, pero sí un cambio de tendencia: una sociedad que estaba replegada en la decepción vuelve a concederle crédito al Gobierno.

La clave no está solo en el resultado electoral. Está en lo que la gente proyecta sobre él. Entre los votantes libertarios, el voto fue esencialmente expectativas: el 54% dice haber votado esperando que “el esfuerzo traerá beneficios”. Es una narrativa simple pero poderosa: la sociedad no premia resultados —porque aún no existen— sino la promesa de que el dolor tiene sentido. Y en un país donde el presente cuesta, tener un horizonte es en sí mismo un factor de alivio.

En este sentido, el triunfo del Gobierno parece contrariar la teoría clásica del voto económico retrospectivo, esto es, la idea de que los ciudadanos recompensan o castigan a los oficialismos en función de la performance económica reciente: si una porción mayoritaria de la sociedad mejoró sus condiciones materiales, acompaña al Gobierno; de lo contrario, lo castiga votando otras opciones.

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Fuente: Captura de pantalla
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En el resonante triunfo del oficialismo, la clave no parece haber estado en las mejoras efectivas del presente, sino en las expectativas que La Libertad Avanza sigue generando a futuro. Milei sigue siendo un símbolo de esperanza y de ilusión de mejora, lo cual no es poco decir tras dos años de duro ajuste fiscal.

Del otro lado, el votante peronista opera bajo otra lógica: la identidad. El 87% de estos electores dice haber votado por valores. Es un voto sólido, emocional, orgulloso; pero en un contexto donde la idea dominante es “sigo apostando a ver si mejora”, la identidad explica fidelidad, no crecimiento. El peronismo retiene músculo, pero no gana aire.

El movimiento justicialista exhibe un piso alto (superior al 30% nacional, un registro nada desdeñable después del desencanto de la experiencia frentetodista), pero un techo por ahora bajo. El peronismo tiene problemas para ampliar su base electoral: por fuera del núcleo histórico de votantes, hoy no parece haber escucha para su discurso. Y en la medida en que siga encrespado en las tensiones internas entre Cristina Kirchner y sus múltiples desafiantes, difícilmente pueda rearticular un mensaje que vuelva a encarnar una ilusión de futuro.

Volvamos a la traducción social del 26-O. La recomposición política vino acompañada de algo más profundo: un viraje en las expectativas económicas, que durante meses habían funcionado como una rueda pinchada para el Gobierno. De acuerdo a nuestra última encuesta nacional, en noviembre mejoran todas estas variables al mismo tiempo: expectativas personales, inflación esperada, dólar esperado, proyección económica general. La sociedad vuelve a creer que “lo peor ya pasó” o, al menos, que está pasando ahora. En Argentina, esa pequeña diferencia es suficiente para mover millones de voluntades.

Desde esta perspectiva, Milei salió fortalecido de la contienda electoral y recuperó fortaleza política, pero su mandato cambió. Si en los dos primeros años de su Gobierno la tarea encomendada fue estabilizar la economía, ahora su base espera disfrutar de los beneficios de esa estabilización. Para el 2025 alcanzó con la desinflación; para el 2027, sus votantes esperan crecimiento económico y creación de empleo. No será una tarea sencilla.

La política y la economía vuelven a correr en paralelo. No es casual: las percepciones económicas siempre siguieron a la política, pero en los últimos meses habían quedado desfasadas. Ahora, con la victoria electoral como punto de inflexión, se reencuentran. El resultado del 26-O funciona como un reaseguro simbólico: si la mayoría votó continuidad, entonces —piensa la gente— la crisis tiene un horizonte de salida.

¿Significa esto que el Gobierno tiene un cheque en blanco? Para nada. La agenda laboral lo muestra con crudeza. La sociedad está cómoda con la idea de reducir poder sindical en paritarias (54% de apoyo), pero rechaza con contundencia ampliar la jornada laboral (60% en contra) y se muestra dividida ante limitar indemnizaciones. El mandato es claro: la gente pide cambios, pero no cambios contra sí misma.

Mientras tanto, el peronismo enfrenta un dilema más profundo. Sigue representando una identidad fuerte, pero no logra convertirse en vehículo de expectativas. La Libertad Avanza aparece como la fuerza más capacitada para resolver la economía (48% vs. 34% del peronismo), un punto neurálgico cuando la política se redefine alrededor de la capacidad de ordenar la vida material. La oposición tiene relato interno, pero no tiene aún un relato hacia la sociedad.

Lo que vemos en los datos no es euforia, ni tampoco resignación. No estamos ni en 1991, cuando Carlos Menem, con la Convertibilidad como piedra basal, inauguró con su triunfo de medio término un ciclo hegemónico, ni en 2001 (a pesar de que los opositores más efusivos fantaseaban en la previa electoral con un clima de malestar generalizado, el veredicto de las urnas fue más bien el opuesto).

Hoy asistimos a un estado de expectativa pragmática: la gente quiere creer que esta vez sí, que el esfuerzo servirá. Y mientras esa expectativa exista, Milei tendrá un colchón político más amplio que el que le conceden sus propios números.

El 26-O, en definitiva, no fue solo un triunfo del oficialismo. Fue la cédula de renovación de un contrato social que mostraba signos de agotamiento, un gesto colectivo de “probemos un poco más”. La sociedad ratificó que lo que está agotada es la lógica de polarización del tipo kirchnerismo-antikirchnerismo que ordenó la política entre el 2008 y el 2023; por ahora, el mileísimo es un experimento que cuenta con crédito social.

Lo que resta saber es si Milei podrá fundar un nuevo orden político. Ese desenlace está abierto. La política, hoy, navega ese clima. Para aprovecharlo, el Gobierno deberá convertir expectativa en resultados. Para disputarlo, la oposición deberá convertir identidad en futuro.

Ese es el verdadero mapa del nuevo ciclo: un país que vuelve a correr el horizonte —una vez más—, esperando que esta vez no vuelva a correrse solo.