En la Argentina, las elecciones parecen reproducir siempre el mismo libreto. Con pequeñas variaciones de contexto, el resultado político termina atado a un patrón repetido: un tercio del electorado vota peronismo en cualquier circunstancia, otro tercio se identifica con el anti peronismo, y un 30% restante oscila de un extremo al otro de manera aleatoria. Esa pendularidad no es moderada ni racional, sino abrupta y esquizofrénica: este elector tan peculiar, en cada elección se inclina hacia un discurso de corte comunista o estatista, y en la siguiente puede abrazar propuestas liberales de apertura total. La incertidumbre de ese elector argentino es enorme y a la vez incomprensible: rotar del comunismo al liberalismo cada cuatro años se me hace imposible de descifrar. Este comportamiento introduce un nivel de incertidumbre crónica en la economía y así nos miran desde Wall Street, un jugador que recuerda el colapso ocurrido ese lunes cuando el mercado abría y descontaba la derrota de Mauricio frente Alberto en las PASO 2019, evento que se repitió parcialmente el lunes pasado, 8 de septiembre 2025. Para Wall Street, la Argentina se ha convertido en un caso de manual: un país donde cada ciclo electoral puede implicar un giro de 180 grados en políticas fiscales, monetarias, cambiarias o regulatorias, pocos países en el planeta son así de bipolares. De esta manera, Wall Street, que se dedica a proyectar escenarios de inversión a cinco o diez años, se encuentra de pronto con que los supuestos básicos cambian drásticamente según el humor de ese tercio pendular. Definir un escenario base a cinco años en Argentina es literalmente imposible y mucho menos, construir un país a partir de semejante bipolaridad. La consecuencia es visible en la prima de riesgo país, en la sistemática fuga de capitales y en la imposibilidad de consolidar un sendero de desarrollo estable. A diferencia de otros países emergentes que logran sostener aproximadamente marcos de política económica más allá de los vaivenes partidarios, Argentina vuelve a empezar una y otra vez en cada ciclo electoral. En Argentina, este votante del 30%, no solo define quién gobierna, sino también qué modelo económico rige, qué lugar ocupa el país en el comercio internacional y qué relación establece con la inversión privada. Este ciclo se refuerza por la ausencia de consensos básicos. A lo largo de las últimas décadas, ni el peronismo ni el anti peronismo lograron acordar reglas mínimas de convivencia en materia tributaria, monetaria o institucional. El resultado es un país donde la seguridad jurídica fluctúa según el signo político de turno y donde cada administración se concentra en desarmar lo hecho por la anterior, en lugar de construir sobre bases compartidas. En términos sociales, el impacto es igualmente negativo. La ciudadanía se ve atrapada en una sucesión de promesas que se renuevan cada cuatro años y que nunca llegan a concretarse. Períodos de aparente prosperidad, generados por estímulos fiscales o por apertura comercial, rápidamente se desmoronan cuando aparecen los costos ocultos o cuando el péndulo político se inclina en dirección contraria simplemente porque el gobierno de turno no fue capaz de satisfacer la totalidad de los requerimientos personales, siendo castigado con el voto. Así, la confianza se erosiona y se instala la percepción de que el futuro es siempre efímero, dependiente del resultado de la próxima elección. Romper con esta lógica pendular no es un lujo, sino una necesidad urgente. Un país que reinventa su modelo cada cuatro años queda condenado a la aleatoriedad permanente. No se trata de negar la alternancia democrática, sino de reconocer que la estabilidad macroeconómica requiere acuerdos básicos y estables que trasciendan la competencia electoral. Sin un piso común de políticas fiscales, de inserción internacional y de reglas de inversión, la Argentina seguirá atrapada en el círculo de la improvisación, el que a su vez, genera pobreza crónica. El cuello de botella está en la política, en su incapacidad para generar un marco estable que permita pensar en horizontes largos y en el votante cómplice, ese 30% que vota entre comunismo y liberalismo agregando una cuota inmanejable de incertidumbre. Ese 30% pendular seguirá siendo el árbitro de la historia, inclinando la balanza en función de emociones coyunturales e inundando al sistema de un margen de incertidumbre muy lejos del óptimo. Un país con condiciones para desterrar la pobreza, sin embargo, se resigna a repetir su historia de frustraciones. Y lo más costoso no es la falta de dólares ni la inflación, sino el precio de reinventarse cada cuatro años como si todo lo anterior hubiera sido un error.