En septiembre de 1985, bajo el dorado esplendor del Hotel Plaza de Nueva York, Estados Unidos tejió en secreto uno de los pactos económicos más influyentes del siglo XX. Lo que allí se firmó no fue simplemente un acuerdo cambiario. Fue un rediseño del sistema monetario global, a través de una coordinación inédita entre Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia y el Reino Unido para forzar la depreciación del dólar. El objetivo era aliviar el colapso competitivo de la industria norteamericana mediante una intervención sincronizada en los mercados globales de divisas. Ronald Reagan, presionado por un Congreso cada vez más proteccionista, avaló un giro drástico en su política de laissez-faire. El entonces secretario del Tesoro, James Baker, tejió una alianza con los principales socios comerciales de EE. UU. a partir del miedo, afirmando que, o se depreciaba el dólar, o se caía el sistema multilateral. Japón, con su creciente superávit, fue el principal blanco indirecto del acuerdo. El yen se apreció más de un 40% frente al dólar en los dos años siguientes. El impacto fue devastador, con contracción del crecimiento, caída de exportaciones y finalmente una gran burbuja financiera. El Banco de Japón, presionado para contener la apreciación del yen, inyectó liquidez sin freno. El resultado fue una economía inflada artificialmente que estalló a inicios de los años 90, dando paso a la "década perdida" y al estancamiento crónico que persiste hasta hoy. El intento posterior de evitar un sobreajuste a través del Acuerdo del Louvre de 1987 fracasó. Al buscar estabilizar los tipos de cambio tras el éxito del Plaza, las potencias coordinaron menos y discutieron más. La Fed de Volcker elevó las tasas, el dólar se fortaleció, y pocos meses después, el mundo financiero colapsaba con el crash bursátil de octubre del 87. Japón nunca se recuperó del todo. A la larga, el mundo y China aprendieron la lección: no hay coordinación monetaria global que no esconda una transferencia de costo y poder. Hoy, cuatro décadas después, Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca. Desde su asunción en enero, ha iniciado una serie de medidas económicas que, sin anunciarlo formalmente, buscan revivir el espíritu del Plaza. Pero no lo hace desde el voluntarismo ni el nacionalismo ciego. Trump no es un incendiario. Es un pragmático. Su visión es clara: Estados Unidos necesita reconstruir su competitividad manufacturera y contener el ascenso geoeconómico de China. Y el tipo de cambio, como en 1985, vuelve a estar en el centro de la ecuación. Sin embargo, a diferencia de Reagan, Trump no cuenta con un G5 operativo. Europa atraviesa una crisis que limita su capacidad de acción, y Japón, atado a una política monetaria ultraexpansiva, carece de margen para intervenir. Y China, a diferencia del Japón de los 80, no está dispuesta a asumir pasivamente el ajuste global. Xi Jinping ha dejado claro que no replicará el camino de Tokio. Pekín resiste cualquier presión para revaluar el yuan de forma coordinada, consciente de que un movimiento abrupto en su tipo de cambio podría desencadenar inestabilidad financiera interna y presionar aún más su ya frágil demanda doméstica. En su lugar, China juega al gradualismo, al control de capitales y a la autonomía estratégica. Trump, por su parte, adopta un enfoque quirúrgico, presionando bilateralmente, rediseñando cadenas de suministro, castigando con barreras arancelarias selectivas en busca de acuerdos uno a uno. No necesita ni cree en grandes acuerdos multilaterales. Sabe que el G20 es un foro demasiado grande, demasiado disfuncional, y que la diplomacia de "consenso" es, hoy, una ficción. Lo que emerge, entonces, no es un nuevo Acuerdo del Plaza, sino una versión fragmentada y pragmática, siendo Trump un catalizador de ajustes asimétricos, usando el poder del mercado americano como moneda de cambio. El dólar, en este esquema, no es una divisa, es un arma. Y la política cambiaria, una palanca de presión global. La diferencia con 1985 es que esta vez hay acción unilateral sostenida por una arquitectura institucional debilitada, donde la OMC, el FMI y el G20 son observadores más que protagonistas. ¿Puede este enfoque funcionar? En el corto plazo, sí, ya que Trump ha logrado reposicionar la política económica como herramienta estratégica. Pero los riesgos monetarios, comerciales y de fragmentación financiera global son reales. La historia del Plaza lo demuestra: lo que comienza como un ajuste técnico puede derivar en crisis prolongadas si no hay coordinación macroeconómica creíble. Hoy, el mundo se mueve hacia bloques, no hacia reglas. Hacia zonas de influencia, no hacia estándares comunes. Y en ese mapa, la diplomacia cambiaria de Trump no es un capricho, sino una adaptación al nuevo orden. El fantasma del Plaza no ha muerto, solo ha mutado: de la coordinación económica de Occidente en la Guerra Fría al pragmatismo de negociaciones bilaterales asimétricas, típicas del siglo XXI, donde las instituciones de Bretton Woods pierden relevancia.