El Gobierno logró lo que pocos esperaban hace dos años: superávit fiscal y cierto ordenamiento monetario, con un apoyo electoral y externo contundente. Pero el “clic” de expectativas que activa consumo e inversión a escala todavía no llega. Al Ejecutivo le sigue costando convencer de manera irrefutable que esta vez sí es diferente.
Una de las razones quedó expuesta esta semana cuando se anunciaron algunas modificaciones al régimen cambiario. El BCRA confirmó que en 2026 continuarán las bandas cambiarias, pero las ajustará mensualmente por la última inflación disponible (t-2), sin recentrar o realinearlas, y lanzó un programa de compras de reservas atado a la remonetización: base monetaria de 4,2% a 4,8% del PBI y una guía operativa de hasta 5% del volumen diario del mercado “libre” de cambios, con compras en bloque cuando sea necesario.
Es continuidad con algo menos de ambigüedad, pero no un cambio de régimen. La ausencia más notoria es que no hay novedad sobre el cepo cambiario y los controles de capital. No se despeja la expectativa de “próxima corrección” que genera inercias, encarece el financiamiento y alienta la cautela privada.
Mientras persistan dudas sobre la consistencia y permanencia del régimen cambiario y la secuencia de salida del cepo, hogares y firmas mantienen una actitud más conservadora que posterga decisiones de gasto e inversión. No es irracional, es memoria reciente: políticas que se perciben como “fases” transitorias no terminan de convencer al público de que llegó la hora de hacerlo.

Llama la atención que un Gobierno que no ha sido para nada gradual en la formulación de varias de sus políticas siga apostando al gradualismo cambiario/monetario, cuando la experiencia del último año señala en la dirección opuesta. Las bandas indexadas por inflación y el cepo son anomalías que reflejan que las autoridades no han perdido el miedo a flotar libremente, lo cual alimenta sospechas de que no confían plenamente en la solidez y consistencia de sus políticas o que pretenden ejercer cierto control sobre la estructura de precios relativos.
En el primer caso, es difícil lograr que el sector privado crea en un régimen que las mismas autoridades juzgan vulnerable. Y si lo que los motiva es el control del tipo de cambio y preservar una estructura de precios relativos, sabemos que, de perdurar, tiene consecuencias nocivas sobre la asignación de recursos productivos, sobre la actividad económica y el empleo.
Que el tipo de cambio de las bandas avance al ritmo de la inflación local preserva, en principio, el tipo de cambio real hacia adelante; pero al no recalibrarlas, no corrige la apreciación acumulada. Si la inflación externa repunta o las monedas de nuestros principales socios comerciales se deprecian, la apreciación real podría intensificarse.
El anclaje de reservas descansa sobre una remonetización que puede ser más lenta si el crecimiento real se demora o si el ruido político rebrota. Y queda por ver la coordinación con el Tesoro: ¿comprará dólares en el mercado compitiendo con el BCRA o permitirá que éste priorice la acumulación de reservas? Son matices técnicos, pero muy relevantes para la prima de riesgo y la lectura de consistencia del programa.
En tal sentido, no compartimos la visión que la compresión del riesgo país pueda perseguirse como un objetivo “independiente” de la desinflación. La prima de riesgo es, en buena medida, una evaluación de la coherencia intertemporal del programa: si la inflación futura es incierta, si la indexación de las bandas no corrige la apreciación acumulada, si no se despeja la secuencia de salida definitiva del cepo, y si la acumulación de reservas depende de una remonetización todavía frágil, el costo de financiamiento difícilmente baje de forma sostenida.
La aprobación del Presupuesto y de las reformas enviadas por el PEN para su tratamiento legislativo son insumos claves para perfeccionar el cambio de régimen en marcha. Pero la consistencia macro sigue siendo la que manda en el corto plazo.
¿Qué podemos esperar para 2026? La dispersión sectorial seguirá caracterizando la marcha de la actividad económica, mientras el abrirse al mundo, desregular y modernizar el mercado laboral deberían servir de guía para ordenar el mediano plazo productivo. Los sectores más retrasados (construcción, comercio e industria) seguirán condicionando la recuperación de las expectativas y del consumo sobre todo en los grandes conglomerados urbanos y suburbanos.
En materia inflacionaria, el dilema es conocido: aceptar una tasa de inflación algo más alta por uno o dos meses, pero habiendo corregido o realineado el tipo de cambio; o continuar con las bandas, con inflación relativamente contenida, pero sin corregir la apreciación real. El Gobierno optó proactivamente por esto último. La primera alternativa parece circunscripta a un escenario en el que la modificación del régimen cambiario es reactivo, forzado por dinámicas de mercado que las autoridades económicas, por el momento, desestiman.
Cualquiera sea el escenario, la inflación no desaparecerá en la segunda mitad de este año (el Presidente debería abstenerse de prometer inflación cero, sobre todo cuando toda la evidencia empírica indica que ni en las estabilizaciones más exitosas se llegó a ese piso y menos en tan poco tiempo).
En síntesis, la nueva fase del programa económico no luce suficiente para el “clic” de expectativas. Ese clic no depende de magia, sino de que el programa deje de verse como transitorio: sin bandas, con un camino explícito de salida del cepo y reformas que bajen el costo argentino. Si eso ocurre, la prima de cobertura se reduce, el crédito se abarata y la recuperación se vuelve más visible donde se forman las percepciones. Hasta entonces: prudencia.
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